Llovían los papelitos, aquel que
había tirado leguas de paredes con el Bocha tenía un sustituto: el Matador. La
historia ya casi daba su sentencia, sólo había que aguantar algún puñado de
minutos más, táctica que no cabía en la idiosincrasia futbolística del 78’.
Pero un diablo dijo “basta de sufrimiento”. Alargue. Entró caminando al área,
entre defensores rivales, y a levantar la copa. Puños en alto de Bertoni,
sonrisa al fin dibujada en su rostro. Un pueblo en las nubes de la gloria
deportiva.
Ocho años después. Al Doctor se
le venía el mundo abajo. Pensaba en el suicidio por asfixia con su corbata,
luego de dos goles de pelota parada. No existía precedente futbolístico de tal
aberración en tanto genio. Pero por allí rondaba otro diablo, que minutos antes
le había anticipado al Diego, que lo ganaban. Y así fue. Una habilitación entre
líneas, como arrojada con la mano; una pelota que parecía irse larga, delante
de una corrida memorable, y un mimo a ella, que se guardaba en el palo lejanodel arquero. Un pueblo explota a miles de kilómetros de distancia, de la mano
de las largas piernas del Burru.
Y henos aquí. A horas de otra
finalísima. Y la historia se repite. La figurita que quieren todos, la
sensación del momento, y el diablo, que a su lado se encuentra nuevamente. Que
sea la cinta de Moebius. Tenés la obligación roja, moral e histórica de hacer
que nuestras gargantas exploten, segundos después de que la Pulga te abandone
frente al arquero alemán, Kun. Danos la falsa libertad de estas cadenas de nervios
inexistentes. Devolvele al pueblo ese orgullo rojo, que tan bien le sienta,
brillando como una pequeña estrella siempre vigente sobre la gran celeste y
blanca.
Porque así tiene que ser, todo
cierra. Y que Papa ni que Papa, que se diga de una buena vez, ¡EL DIABLO ES
ARGENTINO!
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